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«Mucho te quiero, Carlitos,
pero más quiero a Manuel».
Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acom-
pañaba con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente
de la Albufera había inventado la copla, vengándose de una expedición
que con su fausto parecía insultar la resignada miseria de los
pescadores.
Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo
comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el mane-
jo de la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la
mañana llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche
anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las
anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban
a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el
fuego del sol.
Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al
volver al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido,
dejándose conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la
percha.
Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío
Paloma asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasa-
ba el día! Él descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto
sudando y perchando». El abuelo contestaba con la gravedad de un
maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo le enseñó a él su padre!».
Después venían las pescas a la encesa: el paseo por el lago desde que
se ocultaba el sol hasta que salta, siempre en la oscuridad de las noches
invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía
como una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha
de sangre. El abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla
de hierro con las puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada,
sólo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz
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Vicente Blasco Ibáñez
bajaba hasta el fondo del lago. Vetase el lecho de conchas, las plantas
acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua
era tan clara, que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo. Los
animales del lago, engañados por la luz, acudían ciegos al rojo resplan-
dor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que no sacase del
fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo tridente.
Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue
convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago,
mirando con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban
sobre las oscuras líneas de los carrizales.
Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación
que la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyén-
dose llamar guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.
Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida
sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la
mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que
pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a
lo largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre
las protestas de las mujeres.
El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya
no saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la
noche. Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más
hombres que el cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo
de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de
alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la
puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda.
Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos
compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y
Sangonera.
La muchacha no tenia padre, y su madre era una vieja anguilera del
Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la bar-
caza del ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde
regresaba al Palmar, con su blanducha y desbordante obesidad rendida
por el diario viaje y las riñas y regateos de la Pescadería. La pobre se [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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