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 Eso parece. Era como si hablara con alguien mucho más joven que ella.
 Quedaré hecha pedazos.
Le pregunté por qué lo decía, pero se limitó a sacudir la cabeza. Después de un rato
dijo:  ¿Puedo ir contigo, Severian? No tengo ningún dinero. Calveros me quitó lo que el
doctor me había dado.  Miró de soslayo a Dorcas. Ella también tiene dinero, más del
que me dieron a mí. Tanto como te dio el doctor.
 Ya lo sabe  dijo Dorcas . Y sabe que el dinero que tengo es suyo, si lo necesita.
Cambié de tema.
 Quizá las dos tendríais que saber que no voy a Thrax, o al menos que no voy allí
directamente. No, si puedo descubrir el paradero de la orden de las Peregrinas.
Jolenta me miró como si estuviera loco.
 He oído decir que recorren todo el mundo. Además, no aceptan más que a mujeres.
 No quiero unirme a ellas, sólo encontrarlas. Las últimas noticias decían que se
encaminaban al norte. Pero si averiguo dónde están, tendré que ir allí, aunque tenga que
volver otra vez al sur.
 Iré adonde tú vayas  declaró Dorcas , y no a Thrax.
 Y yo no voy a ninguna parte  suspiró Jolenta. En cuanto no tuvimos que cargar con
Jolenta,
Dorcas y yo nos adelantamos un trecho. Al cabo de un rato, me volví a mirarla. Ya no
lloraba, pero era difícil reconocer la belleza que una vez había acompañado al doctor
Tatos. Entonces levantaba la cabeza con orgullo, incluso con arrogancia. Echaba los
hombros hacia atrás y los magníficos ojos le brillaban como esmeraldas. Pero ahora tenía
los hombros caídos de cansancio y miraba al suelo.
 ¿De qué hablaste con el doctor y el gigante?  me preguntó Dorcas mientras
caminábamos.
 Ya te lo he dicho  dije.
 Llegaste a alzar tanto la voz que pude oírte. Decías: «¿Sabes quién fue el
Conciliador?» Pero no entendí si tú no lo sabías o si estabas tratando de averiguar si ellos
lo sabían.
 Sé muy poco, nada en realidad. He visto supuestos retratos, pero son tan diferentes
que es difícil que representen al mismo hombre.
 Hay leyendas.
 La mayoría de las que he oído parecen muy tontas. Ojalá Jonas estuviera aquí; pues
cuidaría de Jolenta y tal vez sabría cosas del Conciliador. Jonas fue el hombre que
encontramos en la Puerta de la Piedad y que iba montado en un petigallo. Durante algún
tiempo fuimos buenos amigos.
 ¿Dónde está ahora?
 Eso es lo que el doctor Talos quería saber. Pero no lo sé, y no quiero hablar de eso
ahora. Cuéntame algo del Conciliador, si tienes ganas de hablar.
Sin duda era una tontería, pero en cuanto mencioné ese nombre sentí el silencio del
bosque como un peso. En algún lugar entre las ramas más altas, el susurro de una brisa
podía haber sido el suspiro de un enfermo; el verde pálido de las hojas hambrientas de luz
sugería las caras pálidas de unos niños hambrientos.
 Nadie sabe mucho de él  comenzó Dorcas , y probablemente yo sé menos que tú.
Ahora no recuerdo cómo llegué a enterarme de lo que sé. En todo caso, algunos dicen
que era poco más que un muchacho. Otros dicen que no era en absoluto un ser humano,
ni tampoco un cacógeno, sino el pensamiento, tangible para nosotros, de una vasta
inteligencia para la que nuestra factualidad no es más real que los teatros de papel de los
vendedores de juguetes. Se dice que una vez tomó a una mujer moribunda de una mano
y una estrella con la otra, y desde entonces en adelante tuvo el poder de reconciliar al
universo con la humanidad y a la humanidad con el universo, acabando con la antigua
ruptura. Le daba por desaparecer, y reaparecer cuando ya todos lo creían muerto; en
ocasiones reaparecía después de haber sido enterrado. Se le podía encontrar como un
animal que hablaba la lengua de los hombres, y se aparecía a esta o aquella piadosa
mujer en forma de rosas.
Recordé mi enmascaramiento.
 Como a la Sacra Katharine, supongo, en el momento de su ejecución.
 También hay leyendas más tenebrosas.
 Cuéntamelas.
 Me asustaban  dijo Dorcas . Ya ni siquiera las recuerdo. ¿No habla de él ese libro
marrón que llevas contigo?
Lo saqué y comprobé que sí, y entonces, puesto que no podía leer bien mientras
caminábamos, lo volví a meter en el esquero, resuelto a leer esa parte cuando
acampáramos, lo que tendríamos que hacer pronto.
XXVII - Hacia Thrax
Nuestro sendero se prolongó por el bosque malherido mientras duró la luz; una guardia
después de oscurecer llegamos a la orilla de un río más pequeño y rápido que el Gyoll,
donde a la luz de la luna podíamos ver amplios cañaverales que al otro lado se mecían al
viento de la noche. A cierta distancia, Jolenta había venido sollozando de cansancio, y
Dorcas y yo convinimos en detenernos. Como jamás hubiera puesto en peligro la afilada
hoja de Terminus Est cortando las pesadas ramas de los árboles, no disponíamos de
mucha leña, pues las ramas muertas que encontrábamos estaban empapadas de
humedad y eran de consistencia esponjosa a causa de la descomposición. En la ribera
había abundancia de palos doblados y resecos, duros y livianos.
Ya habíamos partido un buen número de leños, cuando recordé que no llevaba mi
hierro acerado, pues se lo había dejado al Autarca que, estaba seguro, tenía que haber
sido también el «alto servidor» que había llenado de crisos las manos del doctor Talos.
Pero Dorcas contaba en su escaso equipaje con pedernal, eslabón y yesca, y pronto nos
reconfortó el calor de una hoguera rugiente. Jolenta tenía miedo de las fieras, aunque me
esforcé por explicarle que era muy improbable que los soldados permitieran que unas
bestias peligrosas vivieran en un bosque que llegaba hasta los jardines de la Casa
Absoluta. Para tranquilizarla quemamos tres teas gruesas por uno de sus extremos, para
en caso de necesidad sacarlas del fuego y amenazar a las criaturas que ella temía.
No apareció ningún animal, nuestra hoguera alejó los mosquitos y nos tumbamos de
espaldas y miramos las chispas que subían al cielo. Mucho más arriba, las luces de los
objetos voladores pasaban de aquí para allá, llenando el cielo por un momento o dos de
una falsa aurora fantasmal mientras los ministros y generales del Autarca volvían a la
Casa Absoluta o continuaban su camino hacia la guerra. Dorcas y yo nos preguntábamos
qué pensarían cuando, por un breve instante mientras se alejaban, miraran hacia abajo y
vieran nuestra estrella escarlata; y convinimos en que así como nosotros nos
preguntábamos quiénes eran ellos, también ellos se preguntarían quiénes éramos
nosotros, a dónde íbamos y por qué. Dorcas me cantó una canción, una canción de una
muchacha que camina entre la arboleda en primavera, y echa de menos a sus amigas del
año anterior, las hojas muertas.
Jolenta estaba tendida entre la hoguera y el agua, quizá porque allí se sentía más
segura. Dorcas y yo estábamos al otro lado del fuego, no sólo porque queríamos
ocultarnos de ella todo lo posible, sino porque Dorcas, según me dijo, aborrecía la
contemplación y el sonido de la fría y oscura corriente.
 Es como un gusano  dijo . Una enorme serpiente de ébano que ahora no tiene [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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