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cosa que una pobre monja de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra y elementos?», decía en su
Vida santa Teresa. Era el ansia pauliniana de libertad, de sacudirse de la ley externa, que era bien dura, y,
como decía el maestro fray Luis de León, bien cabezuda entonces.
¿Pero lograron libertad así? Es muy dudoso que la lograran, y hoy es imposible. Porque la verdadera
libertad no es cosa de sacudirse de la ley externa; la libertad es la conciencia de la ley. Es libre no el que se
sacude de la ley, sino el que se adueña de ella. La libertad hay que buscarla en medio del mundo que es
donde vive la ley, y con la ley la culpa, su hija. De lo que hay que libertarse es de la culpa, que es
colectiva.
En vez de renunciar al mundo para dominarlo -¿quién no conoce el instinto colectivo de dominación de
las órdenes religiosas cuyos individuos renuncian al mundo?- lo que habría que hacer es dominar al mundo
para poder renunciar a él. No buscar la pobreza y la sumisión, sino buscar la riqueza para emplearla en
acrecentar la conciencia humana, y buscar el poder para servirse de él con el mismo fin.
Es cosa curiosa que frailes y anarquistas se combatan entre sí, cuando en el fondo profesan la misma
moral y tienen un tan íntimo parentesco unos con otros. Como que el anarquismo viene a ser una especie
de monacato ateo, y más una doctrina religiosa que ética y económica social. Los unos parten de que el
hombre nace malo, en pecado original, y la gracia le hace luego bueno, si es que le hace tal, y los otros de
que nace bueno y la sociedad le pervierte luego. Y en resolución, lo mismo da una cosa que otra pues en
ambas se opone el individuo a la sociedad, y como si precediera, y, por lo tanto, hubiese de sobrevivir a
ella. Y las dos morales son morales de claustro.
Y el que la culpa es colectiva no ha de servir para sacudirme de ella sobre los demás, sino para cargar
sobre mí las culpas de los otros, las de todos: no para difundir mi culpa y anegarla en la culpa total, sino
para hacer la culpa total mía; no para enajenar mi culpa, sino para ensimismarme y apropiarme,
adentrándomela, la de todos. Y cada uno debe contribuir a curarla, por lo que otros no hacen. El que la
sociedad sea culpable, agrava la culpa de cada uno. «Alguien tiene que hacerlo, pero ¿por qué he de ser
yo?; es la frase que repiten los débiles bien intencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?, es el
grito de un serio servidor del hombre que afronta cara a cara un serio peligro. Entre estas dos sentencias
median siglos enteros de evolución moral.» Así dijo Mrs. Annie Besant en su autobiografía. Así dijo la
teósofa.
El que la sociedad sea culpable agrava la culpa de cada uno y es más culpable el que más siente la culpa.
Cristo, el inocente, como conocía mejor que nadie la intensidad de la culpa, era en un cierto sentido el más
culpable. En él llegó a conciencia la divinidad humana y con ella su culpabilidad. Suele dar que reír a no
pocos el leer de grandísimos santos que por pequeñísimas faltas, por faltas que hacen sonreírse a un
hombre de mundo, se tuvieron por los más grandes pecadores. Pero la intensidad de la culpa no se mide
por el acto externo, sino por la conciencia de ella, y a uno le causa agudísimo dolor lo que a otro apenas si
un ligero cosquilleo. Y en un santo puede llegar la conciencia moral a tal plenitud y agudeza, que el más
leve pecado le remuerda más que al mayor criminal su crimen. Y la culpa estriba en tener conciencia de
ella, está en el que juzga y en cuanto juzga. Cuando uno comete un acto pernicioso creyendo de buena fe
hacer una acción virtuosa, no podemos tenerle por moralmente culpable, y cuando otro cree que es mala
una acción indiferente o acaso beneficiosa, y la lleva a cabo, es culpable. El acto pasa, la intención queda, y
lo malo del mal acto es que malea la intención, que haciendo mal a sabiendas se predispone uno a seguir
haciéndolo, se oscurece la conciencia. Y no es lo mismo hacer el mal que ser malo. El mal oscurece la
conciencia, y no sólo la conciencia moral, sino la conciencia general, la psíquica. Y es que es bueno cuanto
exalta y ensancha la conciencia, y malo lo que la deprime y amengua.
Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates, según Platón, se proponía, y es si la virtud es ciencia. Lo que
equivale a decir si la virtud es racional.
Los eticistas, los de que la moral es ciencia, los que al leer todas estas divagaciones dirán: ¡retórica, retórica,
retórica!, creerán, me parece, que la virtud se adquiere por ciencia, por estudio racional, y hasta que las
matemáticas nos ayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo siento que la virtud, como la religiosidad, como el
anhelo de no morirse nunca -y todo ello es la misma cosa en el fondose adquiere más bien por pasión.
Pero y la pasión ¿qué es?, se me dirá. No lo sé: o, mejor dicho, lo sé muy bien, porque la siento, y,
sintiéndola; no necesito definirla. Es más aún: temo que si llego a definirla, dejaré de sentirla y de tenerla. La
pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al
combustible fuego.
Vaciedad y sofistería habrán de parecer esto, bien lo sé. Y se me dirá también que hay la ciencia de la
pasión, y que hay pasión de la ciencia, y que es en la esfera moral donde la razón y la vida humana se aúnan.
No lo sé, no lo sé, no lo sé... Y acaso esté yo diciendo en el fondo, aunque más turbiamente, lo mismo que [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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