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Le entregué estas líneas alargando el brazo y caí en mi butaca, murmurando:
 Discúlpeme usted. No puedo más. Estoy deshecho. Le suplico que almuerce
abajo. Dé usted recuerdos a todos. Buenos días.
El pronunció otro discurso, que yo escuché con los ojos cerrados, cuando hubo
concluido me retiré a mi cuarto, mientras Luis fumigaba mi salón. Tales
precauciones surtieron el efecto esperado, y puedo felicitarme de que mi estado
de salud, ya tan deplorable, no haya sufrido una nueva complicación.
Después de una ligera siesta, desperté fresco y de buen humor. Mi primera
pregunta fué para enterarme si ya nos habíamos librado del conde. Efectivamente,
se había marchado en el tren de la tarde. Sólo había almorzado unos pasteles,
frutas y leche. ¡Pasteles, frutas y leche! ¡Qué organización la de ese hombre!
Espero qué no desee nadie que cuente algo más. Los espantosos acontecimientos
que después tuvieron efecto no ocurrieron, por fortuna, en mi presencia. Yo obré
como mejor me pareció. Por lo tanto, ninguna responsabilidad me cabe en una
desgracia por completo imprevista y que me ha trastornado de tal forma que mi
ayuda de cámara asegura que nunca me repondré de ese golpe. ¿Qué otra cosa
puedo decir?
CONTINÚA LA HISTORIA ELISA MICHELSON, AMA DE LLAVES
DEL CASTILLO DE BLACKWATER
Me piden que cuente claramente la parte conocida por mí de la enfermedad
de la señorita Halcombe y de las circunstancias posteriores que hicieron
que abandonara el castillo y se dirigiera a Londres. Dicen que mi
testimonio aclarará tan obscuro suceso. Soy hija de un pastor, y las
necesidades me han reducido a mi condición. Pero el origen de que me
enorgullezco me ha enseñado a respetar, sobre toda clase de
consideraciones, la verdad. Es esta la sola razón que me fuerza a
mezclarme en lamentables asuntos de familia, los cuales yo soy la primera
en deplorar.
Como escribo ahora, cuando ya ha pasado tanto tiempo, no recuerdo las
fechas con exactitud, pero supongo que no me equivoco creyendo que la
enfermedad de la señorita Halcombe comenzó en la última decena de junio.
Aquella mañana, la señorita Halcombe no se presentó en el comedor, a
pesar de que era siempre la primera en hacerlo. En vista de ello, se mandó a
una doncella a sus habitaciones. Esta volvió al poco rato asustadísima. Al
encontrarla yo en la escalera, salí enseguida en busca de la habitación de la
señorita, y la encontré dando vueltas por el cuarto, con una pluma en la
mano y con una fiebre intensísima. Cuando entró la señora, al verla en este
estado, casi perdió el conocimiento. No tardaron en subir los condes, y
todos hicimos lo que pudimos por ella. Un criado fué en busca del médico
más cercano. Era el doctor Dawson, un hombre muy respetable y muy
querido en los alrededores. Llegó antes de una hora y nos asustó a todos
diciendo que era un caso muy grave. El conde, con su amabilidad de
siempre, converso con el doctor con respecto a la enfermedad, pero el
médico le preguntó bruscamente si hablaba con algún colega. El conde le
contestó que había estudiado únicamente por gusto, y el doctor le replicó
diciendo que no consultaba con aficionados. El conde sonrió, sin hacerle
caso alguno, y me dijo que si algo ocurría que fueran a buscarle a la cabaña
del lago. No puedo comprender qué era lo que iba a hacer allí, pero durante
todo el día, hasta la hora de comer, estuvo en aquel lugar.
La señorita pasó muy mala noche. A la madrugada se puso peor, y como en
el castillo no disponíamos de enfermera alguna, la señora condesa y yo la
veíamos. Lady Glyde estaba también enferma a causa de la enfermedad de
su hermana, y era más propio que la cuidáramos nosotros que cuidara ella a
nadie. Es una señora muy cariñosa, pero llora y se asusta constantemente, y
esto hace que no se la permita estar en la habitación de la enferma.
Por la mañana, el señor y su amigo preguntaron por la enferma. El señor
estaba un poco turbado y demostraba una cierta agitación, mientras que el
conde se mostraba, como siempre, tan cumplido y correcto. En esta casa, es
el único qué me trata como a una señora. Cierto es que es un hombre muy
cariñoso para todos, pues incluso el día en que fué despedida la doncella de
la señora se interesó mucho por ella y me preguntó si tenía familia y
adónde iría a partir de aquel momento. No puedo recordar las cosas que
me preguntó con respecto a ella, pero si me acuerdo que me enseñaba
mientras tanto las habilidades de sus canarios. Los grandes señores se
demuestran precisamente en estas cosas.
La señorita Halcombe parecía no mejorar. La segunda noche fué todavía
peor que la primera, y como anteriormente, la señora condesa y yo
alternábamos velándola. Lady Glyde no quería salir de la habitación.
 Mi lugar está al lado de mí hermana  decía constantemente, y no
lográbamos que se retirara a descansar.
Al mediodía bajé para cumplir algunos encargos, y una hora después volví
a la habitación de la enferma. Al cruzar el vestíbulo vi al conde, que volvía
de excelente humor; en ese momento se abría la biblioteca y Sir Percival,
desde a puerta, le preguntaba:
 ¿Ha conseguido usted encontrarla?
No a quién se refería.
Sonrió el conde todavía más, pero no contestó. Sir Percival, dándose cuenta [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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