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turco, sin que se diera cuenta, y no se entendía nada.
En pocas palabras: se le había ocurrido la idea de un acueducto colgante, con una
conducción sostenida precisamente por las ramas de los árboles, que permitiría alcanzar
la vertiente opuesta del valle, árida, y regarla. Y el perfeccionamiento que Cósimo,
secundando de inmediato su proyecto, le sugirió: usar en ciertos puntos troncos de
conducción agujereados, para que lloviera sobre los sembrados, lo dejó pasmado.
Corrió a esconderse en su estudio, a llenar hojas y más hojas de proyectos. También
Cósimo puso interés en ello, porque todo lo que se podía hacer referente a los árboles le
gustaba, y le parecía que ayudaba a dar una nueva importancia y autoridad a su posición
allá arriba; y creyó haber encontrado en Enea Silvio Carrega un insospechado
compañero. Se citaban en ciertos árboles bajos; el caballero abogado subía con la
escalera de mano, los brazos atestados de rollos de dibujos; y discutían durante horas los
desarrollos, cada vez más complicados, de aquel acueducto.
Pero nunca se pasó a la fase práctica. Enea Silvio se cansó, disminuyó sus coloquios
con Cósimo, jamás terminó los dibujos; tras una semana debía haberse ya olvidado de
ellos. Cósimo no lo lamentó: se había dado cuenta de que sólo se estaba convirtiendo en
una enojosa complicación para su vida.
Estaba claro que en el campo de la hidráulica nuestro tío natural habría podido hacer
mucho más. La pasión la tenía, el particular ingenio necesario para esa clase de estudios
no le faltaba; pero no sabía realizar: se perdía, se perdía, hasta que todo propósito
terminaba en nada, como agua mal encauzada que después de haber avanzado un poco,
fuese chupada por un terreno poroso. La razón quizá era ésta: que mientras que a la
apicultura podía dedicarse por su cuenta, casi en secreto, sin tener que vérselas con
nadie, descolgándose de vez en cuando con un regalo de miel y cera que nadie le había
pedido, estas obras de canalización las debía hacer, en cambio, teniendo en cuenta
intereses de éste y de aquél, soportando las opiniones y órdenes del barón o de cualquier
otro que le encargase el trabajo. Tímido e irresoluto como era, no se oponía nunca a la
voluntad ajena, pero pronto se desenamoraba del trabajo y lo abandonaba.
Se le podía ver a todas horas, en medio de un campo, con hombres armados de palas
y azadas, con un metro de caña y la hoja enrollada de un mapa, dando órdenes para
excavar un canal y midiendo el terreno con sus pasos, que por ser cortísimos tenía que
alargar de manera exagerada. Ordenaba empezar a cavar en un sitio, luego en otro, luego
interrumpía, y volvía a tomar medidas. Llegaba la noche y por tanto se suspendía. Era
difícil que a la mañana siguiente decidiese reanudar el trabajo en aquel lugar. No se
dejaba ver durante una semana.
De aspiraciones, impulsos, deseos era de lo que estaba formada su pasión por la
hidráulica. Era un recuerdo que llevaba en el corazón, las bellísimas y bien regadas tierras
del sultán, huertos y jardines en los que debía de haber sido feliz, la única época en
verdad feliz de su vida; e iba continuamente comparando los campos de Ombrosa con
aquellos jardines de Berbería o Turquía, y tendía a corregirlos, a tratar de identificarlos
con su recuerdo, y al ser su arte la hidráulica, en él concentraba este deseo de cambio, y
continuamente topaba con una realidad distinta, por lo que quedaba desilusionado.
Practicaba también la radiestesia, a escondidas, porque aún estábamos en tiempos en
que aquellas extrañas artes podían atraer la fama de brujería. Una vez Cósimo lo
descubrió en un prado cuando hacía piruetas sosteniendo una vara bifurcada. Debía de
ser también aquello un intento de repetir algo visto hacer a otros y de lo que él no tenía
ninguna experiencia, porque nada salió.
A Cósimo, el comprender el carácter de Enea Silvio Carrega le sirvió para esto:
entendió muchas cosas sobre el estar solos que después en la vida le fueron útiles. Diría
que llevó siempre consigo la imagen insólita del caballero abogado, como advertencia de
aquello en que puede convertirse el hombre que separa su suerte de la de los demás, y
consiguió no parecérsele nunca.
XII
A veces, por la noche, a Cósimo le despertaban gritos como: «¡Socorro! ¡Los bandidos!
¡Perseguidlos!»
Por los árboles, se dirigía rápido al lugar de donde aquellos gritos procedían. Era quizá
un caserío de pequeños propietarios, y una familia medio desnuda estaba allí fuera con
las manos a la cabeza.
- ¡Ay de nosotros! ¡Ay de nosotros! ¡Ha venido Gian dei Brughi y se nos ha llevado todo
el producto de la cosecha!
Se agolpaba la gente.
- ¿Gian dei Brughi? ¿Era él? ¿Lo habéis visto?
- ¡Era él! ¡Era él! Llevaba una máscara en la cara, una pistola así de larga, y le seguían
otros dos enmascarados, y él los mandaba. ¡Era Gian dei Brughi!
- ¿Y dónde está? ¿Adónde ha ido?
- Ah, sí, ¡a ver si lo agarras a Gian dei Brughi! ¡Quién sabe dónde está a estas horas!
O bien quien gritaba era un viandante dejado en medio del camino, despojado de todo,
caballo, bolsa, capa y equipaje.
- ¡Socorro! ¡Al ladrón! ¡Gian dei Brughi!
- ¿Cómo ha sido? ¡Decidnos!
- Saltó desde allí, negro, barbudo, apuntando con el trabuco, ¡por poco me mata!
- ¡Rápido! ¡Persigámosle! ¿Por dónde ha escapado?
- ¡Por aquí! ¡No, quizá por allí! ¡Corría como el viento!
A Cósimo se le había metido en la cabeza ver a Gian dei Brughi. Recorría el bosque a
todo lo largo y lo ancho detrás de las liebres o los pájaros, azuzando al pachón: «¡Busca,
busca, Optimo Máximo!» Pero lo que le habría gustado sacar de su cubil era al bandido
en persona, y no para hacerle o decirle nada, sólo para ver cara a cara a una persona tan [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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